Muchos vieron Adolescence y salieron diciendo lo mismo: “el padre tuvo la culpa”. Y sí, lo entiendo. Cuando algo sale mal con un hijo, lo más fácil es mirar hacia arriba en el sistema: “¿dónde estaban los papás?”. Pero cuando uno se sienta a ver esa historia con algo de paciencia, y sobre todo con los lentes de la psicología del desarrollo, social y sistémica, lo que se encuentra no es negligencia… sino algo más sutil, más común, y más peligroso: un sistema que no calibró bien sus fronteras internas.
El adolescente de la serie sí tenía un apego seguro con su papá. No es que le faltara cariño, ni presencia. Ese padre estaba ahí. Pero lo que no tenía el muchacho era algo todavía más frágil: confianza percibida para acudir a su padre cuando estaba en crisis. Ahí es donde el modelo estructural de Minuchin ilumina: cuando las fronteras familiares son muy rígidas —no por frialdad ni por maldad, sino a veces por falta de tiempo, estrés o torpeza emocional— los hijos no sienten que pueden acercarse. No es que el padre no hubiera respondido. Es que el hijo construyó la realidad de que no podía contar con él.
Como dice el meme:
"Si mi papá se entera, me mata"
cuando lo que todos quisiéramos que nuestros hijos digan es:
"Estoy en problemas… déjame llamar a mi papá."
Ese quiebre no es solo emocional. Es estructural. Y no se corrige con más presencia física ni con castigos más duros. Se corrige construyendo confianza cotidiana. En los momentos pequeños, donde el niño o adolescente siente que puede decir la verdad sin miedo a perder el vínculo.
El problema es que muchos no tienen ese espacio, y lo buscan afuera. Así fue como el compañero del joven —el que le dio el cuchillo— se convirtió en su figura de referencia. Y ahí pensé: ese niño creó un espacio de guía y confianza con quien no debió. Pero eso no lo hace culpable. Eso nos pasa a muchos. Porque nadie nos enseña a elegir amistades. Nadie nos dice que no todo el que nos escucha está calificado para guiarnos. En mi propia vida he tenido suerte, pero reconozco que estuve en riesgo. Y como dice Glasser, mis errores son míos. Yo soy responsable de mis decisiones, no mis padres. Los padres casi siempre hacen lo mejor que pueden con lo que tienen.
Y eso me lleva a otra escena: el graffiti. El padre intenta limpiarlo con agua y jabón. Y uno como mecánico o ex-plomero piensa al instante: “¡Eso sale con WD-40, hermano!” Un químico básico que está en toda caja de herramientas… pero él no lo sabía. Ni siquiera el muchacho que atendía la ferretería lo supo. Ahí me di cuenta: la ignorancia no es del individuo, es del sistema. Una sociedad que no comparte sabiduría, que no forma a sus jóvenes, que no pasa herramientas prácticas —ni emocionales— de generación en generación, es una sociedad que va rumbo al colapso.
La crianza es igual. El error no fue de maldad. Fue de falta de herramientas. El padre intentó limpiar con lo que tenía. El problema no es que falló… es que nadie le enseñó cómo hacerlo mejor.
Y aquí entra otra capa: el modelo constructivista de Kelley. No importa qué tan presente estés si tus hijos no te perciben como accesible. Esa es la clave. La presencia emocional no se mide en horas, se mide en la calidad del vínculo percibido. Por eso digo que la tarea del padre no es estar solamente. Es que su hijo sepa que puede contar con él sin miedo. Que si está metido en un lío, sepa que la primera llamada puede —y debe— ser a casa.
También vale subrayar algo fundamental: las palabras de un padre construyen el mundo emocional de sus hijos. Si yo no le digo a mi hija lo bonita que es, entonces ¿desde dónde va a construir su autopercepción? Quizá desde el silencio, o peor, desde las palabras de otros. Las palabras de afecto, de afirmación, no son detalles: son referencias internas que amortiguan la crítica externa. Son un buffer contra la percepción maladaptativa que tantos adolescentes arrastran.
Hay un momento clave en la serie. Después del acto violento, el muchacho seguía repitiendo que no lo hizo. Y, aunque eso puede parecer negación o manipulación, lo que vi fue otra cosa: un joven que realmente no entendía la consecuencia real de sus actos. En su mente, ese ataque no era asesinato. No porque fuera frío o cruel, sino porque su pensamiento aún no podía integrar la magnitud irreversible de quitarle la vida a alguien.
Muchas veces he pensado que estos “maliantitos de cartón” —como tristemente vemos en Puerto Rico, cuando un joven mata a otro por una motora— no tienen ni idea de lo que implica matar a alguien. Como si una motora tuviera más valor que una vida. Pero no es solo ignorancia. Es una falla de desarrollo moral y afectivo. Es un sistema que no enseñó lo que vale la vida porque nunca mostró cómo se cuida la de uno mismo.
Cuando el joven dice “yo no lo hice ”, puede que esté buscando alivio a una disonancia interna. Según Festinger, la disonancia cognitiva ocurre cuando hay un conflicto entre lo que haces y lo que crees de ti mismo. Si yo me creo una persona buena pero hago algo terrible, me veo forzado a cambiar algo: o acepto que soy malo (lo cual es devastador), o reinterpreto lo que hice. “Fue un accidente”, “ella me provocó”, “no era mi intención”, son definiciones que nos damos. No es excusa, pero sí explicación de cómo la mente protege al yo cuando la culpa es demasiado grande.
Y aquí es donde también debemos mirar el sistema penal juvenil. Hay estudios contundentes que demuestran que las cárceles para adolescentes no rehabilitan: muchas veces empeoran las conductas. En lugar de contener la agresión, la multiplican. En lugar de promover empatía, normalizan el lenguaje violento. En lugar de reparar, castigan sin reflexión. El encarcelamiento juvenil puede servir como “escuela de antisocialidad” cuando no se acompaña de un enfoque restaurativo y clínico. Es por eso que castigar sin entender el proceso interno del joven es solo sembrar más daño.
Además, cuando un menor enfrenta cargos serios, entra en juego la psicología forense. En Estados Unidos, un psicólogo forense evalúa si el joven tiene la capacidad de entender los cargos y colaborar con su defensa. No se trata de diagnosticar, sino de valorar competencia legal. ¿Entiende lo que hizo? ¿Puede sostener un juicio justo? ¿Tiene el desarrollo cognitivo y emocional para procesar lo que está ocurriendo? Estas evaluaciones son vitales, porque justicia sin comprensión no es justicia. Es castigo vacío.
Adolescence no trata sobre un padre que falló. Trata sobre lo que pasa cuando el sistema familiar no logra construir puentes de confianza internos, y el adolescente termina construyéndolos con quien no debe. Y eso no es solo una historia de ficción. Es la historia de muchos. Incluso de los que hemos tenido suerte.
Porque como sociedad, no estamos enseñando a elegir vínculos. No enseñamos a confiar. No enseñamos a reparar. Solo sabemos castigar y culpar. Y mientras tanto, seguimos criando generaciones que prefieren esconder su dolor antes que pedir ayuda.
Por eso escribo esto. Porque a veces sí estaba el WD-40 en la caja… solo que nadie nos enseñó a usarlo.