Mi nombre es Oscar Meléndez. Nací en Río Piedras, pero crecí en Carolina. Soy el mayor de tres hermanos y viví mi infancia rodeado de animales, ya que mi padre era ganadero. Mi niñez estuvo marcada por las experiencias cotidianas de un barrio vibrante, lleno de vida y personajes que dejaron huellas imborrables en mi memoria.
Para agosto de 1998, tenía trece años y cursaba estudios en la escuela pública Dr. Facundo Bueso, que actualmente está cerrada. La escuela estaba ubicada en una zona rodeada por dos caseríos: Catañito Gardens y “El Cabro”, además de la comunidad conocida como “El Ingenio”. La vida, como sabemos, está llena de percepciones, y cada persona construye su realidad según sus experiencias. Para mí, aquella época fue una etapa forjada en la cancha: a veces jugando y, otras, peleando.
Mis ratos de diversión eran físicos, intensos y comunitarios. Jugábamos a lanzar una botella contra las ramas de un árbol hasta que se rompiera, nos reuníamos en grupo para tirar pesetas a la pared, donde el que más cerca lograba colocarlas ganaba el dinero. Visitábamos la construcción del Carolina Shopping Court y jugábamos a la guerra tirándonos piedras unos a otros. Otro lugar popular era Plaza Carolina, donde solíamos jugar maquinitas en un negocio atendido por “Mostro”, un personaje bien conocido en el área.
Recuerdo también a un vendedor ambulante que recorría las calles en su guagua ofreciendo productos de cocina: “huevo, pollo”. Cuando alguien le gritaba “¿Lleva alas?”, el hombre respondía con una catarsis de improperios. Esos eran tiempos en los que la diversión era más física y directa. Le gritábamos apodos a los personajes locales para luego salir corriendo antes de que pudieran alcanzarnos. Entre esos personajes estaban "Piraña", "La Picúa", y "Chapi", quienes formaban parte de ese imaginario colectivo que todos conocíamos.
En esos días, pocas personas tenían consolas de videojuegos, ya que eran costosas y, además, no resultaban tan interesantes como estar en la calle jugando en grupo. Subíamos a los árboles de la iglesia Bautista de Carolina, convirtiéndolos en una jungla improvisada. Los más valientes se trepaban mientras otros les lanzaban cosas para hacerlos caer.
Otro recuerdo especial de esa época es el sobrino de Felipe Birriel, “El Gigante de Carolina”. Verlo jugar baloncesto era un espectáculo. Su altura y destreza intimidaban a los demás, y era común ver a los equipos disputándose la oportunidad de tenerlo en su equipo.
Para ese entonces, mi padre me había comprado un perro de raza pitbull que se convirtió en mi compañero fiel y ocupaba gran parte de mi tiempo libre. También desarrollé una afición por el surf. Aunque cortaba clases para ir a la playa, esa rebeldía juvenil nunca afectó mi desempeño académico.
Cuando reflexiono sobre mi adolescencia y la comparo con la de los jóvenes de hoy, me inquieta pensar en lo que será de las futuras generaciones. Me pregunto si el sedentarismo seguirá aumentando y si los adolescentes de hoy, que parecen más conectados a las pantallas que a la realidad, carecerán de esos juegos catárticos que fueron esenciales para mi desarrollo.
Desde una perspectiva psicodinámica, esos juegos y experiencias contribuyen al desarrollo de las creencias medulares o core beliefs, que son fundamentales en la formación de la personalidad individual. Estas experiencias de interacción social en la infancia y la adolescencia no solo fortalecen el cuerpo, sino también la mente y el espíritu. Me pregunto si, al perder esos momentos de exploración, riesgo y catarsis, las futuras generaciones también perderán una parte esencial de su desarrollo emocional y social.
El mundo ha cambiado, y con él, los adolescentes. Pero espero que, de alguna manera, los jóvenes de hoy encuentren nuevas formas de forjar sus creencias medulares, aquellas que les permitan construir una identidad sólida y afrontar los retos de la vida con valentía y resiliencia, como lo hicimos nosotros en aquellas canchas de Carolina.

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