martes, 22 de abril de 2025

“Lo consulto con la almohada”: La voz en nuestra mente entre el juego, el sueño y la locura (o lo que tú llamas estar mal)"



“Lo consulto con la almohada”, solía decir. Y no era un chiste. Era una forma de darle tiempo a mi mente para que ordenara lo que no podía organizar en el día. Porque a veces, para tomar decisiones difíciles, uno necesita que hable otra parte de uno. Esa parte que no depende del reloj, ni del juicio social, ni del miedo a parecer "loco".

La voz interna —eso que Vygotsky llamó inner speech— no es un detalle. Es una función estructural. Según él, la mente humana se forma porque aprendemos a hablar primero con otros, y luego con nosotros mismos. Y si ese tránsito se interrumpe, si ese diálogo se queda en el vacío, la consecuencia no es solo educativa o emocional. Es clínica. Es diagnóstica.

Pero claro, vivimos en tiempos donde muchos profesionales con entrenamiento limitado, sin formación seria en psicología del desarrollo, clínica, o historia del lenguaje, andan por ahí alardeando 3 titulos...que es otro tema!... clasificando a las personas como si fueran síntomas con patas. ¿Escuchas voces? Esquizofrenia. ¿Te hablas solo? Delirio. ¿Tienes un gesto raro? Trastorno de espectro Autista. Así no. Así es como se perpetúa el estigma. Y, peor aún, se interviene mal.

¿Y si muchas de las cosas que tú llamas “locura” no son más que formas primitivas, intensas o desorganizadas de habla interna?
¿Y si esa señora que habla sola en la fila del supermercado está regulando su ansiedad mejor que muchos con tres títulos académicos? ¿Y si ese chamaco que se ríe en la parada no está “mal”, sino procesando algo que tú jamás entenderías porque tu mente solo sabe trabajar en silencio?

Vemos a diario gente que compensa. Que tiene conductas “raras” pero funcionales. Ese tipo que lleva una libreta todo el tiempo para no olvidar lo que su ansiedad le borra, la señora que se persigna siete veces antes de entrar a su casa, el joven que canta bajito para no pensar. Estrategias, no síntomas. Mecanismos, no enfermedades.

Y es que el lenguaje es más que una herramienta comunicativa. Es nuestro hábitat psíquico. Todo lo que nos conmueve profundamente —la música, el cine, los libros, incluso las redes sociales— está sostenido en el lenguaje.
Nos encanta una canción porque su letra toca algo que sentimos y no supimos decir.
Lloramos con una película porque un personaje dice lo que nadie nos había dicho nunca.
Nos obsesionamos con una novela porque ahí hay un eco de nuestra propia voz interna, narrada por alguien más.
¿Por qué crees que películas como Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, Inside Out, Her o The Whale nos impactan tanto? Porque trabajan con la arquitectura del yo narrativo, con esa voz que habita y a veces ahoga. Porque tocan la parte del lenguaje que es identidad.

He visto pacientes en terapia que han aprendido a hablar bajito con ellos mismos porque saben que si los oyen, los tachan de locos. He visto hombres adultos llorar en secreto porque el único lugar donde pueden hablar sin ser juzgados es en el sueño.

¿Y sabes qué? El cuerpo lo sabe. Por eso la gente a veces habla dormida.

Sí, hablamos dormidos. A veces por estrés, a veces por memoria emocional, a veces por puro desborde. La ciencia lo confirma: durante el sueño profundo (fase N3 y REM), el cerebro sigue procesando contenido emocional, reactivando circuitos de memoria y reorganizando lo que quedó suelto durante el día. No estamos desconectados: estamos haciendo mantenimiento. Y a veces, eso se escapa en forma de murmullo, de palabra, de nombre gritado en la madrugada. El inconsciente no descansa. Y el lenguaje, que empezó como juego, sigue siendo el medio más humano que tenemos para procesar el mundo.

Freud lo sabía cuando hablaba del sueño como “el guardián del dormir”, el disfraz que le permite al deseo no destruir el descanso. Hoy la neurociencia lo traduce en procesos de consolidación sináptica, inhibición del córtex prefrontal, y limpieza del sistema glinfático. Llámalo como quieras. El punto es que la mente sigue hablando. Y que si no sabemos escucharla, nos perdemos lo más importante: lo que no se puede decir despierto.

¿Y qué hay de los niños? Vygotsky nos mostró que el lenguaje surge del juego. En el make-believe play, el niño organiza su mente. Pero si nunca jugó, si nunca se le permitió simbolizar, si su única realidad fue la carencia, la violencia o el abandono, ¿cómo pretendemos que de adulto sepa procesar con palabras lo que le pasa? Lo va a hacer con gestos, con conductas erráticas, con lo que tú llamas “síntoma”. Pero no es un síntoma. Es lenguaje en estado bruto. Es una mente buscando ser escuchada.

Y aquí me permito ser provocador:
Los humanos somos la única especie que ha llevado el lenguaje a niveles tan complejos que ni siquiera nosotros los entendemos del todo.
Construimos imperios, destruimos países, nos enamoramos y nos suicidamos por lo que alguien dijo. Escribimos Constituciones, maldiciones, canciones, diagnósticos y oraciones. Todo con palabras. Y sin embargo, subestimamos el acto de hablar. Lo clasificamos. Lo domesticamos. Y cuando alguien no habla como esperamos, lo patologizamos.

Yo prefiero otra cosa. Cuando un paciente me dice que habla solo, que se responde, que discute consigo mismo, no le pregunto cuántas veces. Le pregunto:
¿Qué te estás diciendo? ¿Cómo suena esa voz? ¿Es tuya? ¿Te ayuda o te asusta?

Y muchas veces, al final de la sesión, me dicen cosas como:
"Aquí por fin puedo decirlo sin que me miren raro."
"Esto no lo hablo con nadie más."
"Me hacía falta escucharlo en voz alta."

Porque para muchas personas, la terapia es ese espacio que casi nadie tiene: un lugar donde su voz no es corregida, ignorada ni descalificada. Donde pueden desordenarse sin ser rotulados. Donde no tienen que reprimir lo que sienten ni maquillarlo con lenguaje aceptable. Donde el habla, por fin, no es un síntoma… sino una puerta.

A veces no buscan una solución. Buscan un lugar donde su voz pueda existir sin tener que pedir permiso.

Porque a veces la verdadera patología no está en escuchar voces…
Sino en vivir en un mundo donde nadie te enseñó a hablar contigo mismo con compasión.