Lo ocurrido con la Gobernadora de Puerto Rico en un reciente evento público —cuando, en medio de una presentación, se le expusieron los glúteos frente a cámaras y ciudadanos— ha sido ampliamente discutido en redes sociales. Muchos lo han visto como una oportunidad para el chisme o el escarnio, pero yo propongo otra lectura, más profunda: lo simbólico.
No es burla. No es bullying. Es evidencia. Lo que ocurrió no es un simple accidente de vestuario, es una representación involuntaria de lo que muchas personas sienten respecto a su gestión: una figura fuera de control, desconectada de su entorno, que ya no puede sostener ni la imagen que intenta proyectar. Como psicólogo clínico, aprendo cada día que los actos comunican más que las palabras, y este suceso comunica poderosamente.
Como personaje público, la Gobernadora ha demostrado que el poder no siempre transforma: a veces solo amplifica lo que ya estaba ahí. Sus discursos hostiles hacia los detractores, su falta de apertura al diálogo, y su tendencia a rodearse de aliados que refuerzan una narrativa rígida, han creado una atmósfera de defensa narcisista. Se gobierna desde el yo, no desde el nosotros.
La imagen —la de su trasero expuesto ante el país— resuena inconscientemente con otras figuras de la cultura popular. No puedo evitar pensar en Bart Simpson bajándose los pantalones para burlarse de la autoridad, o en el decadente Joffrey Baratheon de Game of Thrones, cuyo ejercicio del poder solo sirvió para revelar su fragilidad interna.
El cuerpo de la mandataria no es el foco. Lo que importa es lo que su imagen revela del Estado y su conducción. Puerto Rico no necesita más espectáculos. Necesita dirección. Necesita introspección. Y necesita líderes que no se desvistan, literal ni simbólicamente, ante su gente.
Porque, al final, el poder no solo revela quiénes somos. También nos desviste. Y cuando eso ocurre, es el pueblo quien queda mirando, perplejo, la verdad que ya no se puede tapar.
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