miércoles, 2 de abril de 2025

Dilemas éticos y clínicos en la psicología forense: Reflexiones sobre la implicación emocional del profesional y la capacidad de comprensión del adolescente infractor


El capítulo de la serie Adolescence, centrado en la psicóloga forense y su interacción con un adolescente acusado de homicidio, presenta un dilema ético y clínico profundamente humano: ¿hasta qué punto el profesional puede —o debe— evitar implicarse emocionalmente en un caso que, por su naturaleza, despierta resonancias internas? Y más aún, ¿qué sucede cuando el acto de evaluación —supuestamente objetivo y limitado a constatar capacidades— se convierte también en un catalizador de transformación emocional en el evaluado?

Antes de continuar, es importante aclarar que escribo desde mi rol como psicólogo clínico con licencia provisional bajo supervisión. Aunque he tenido el privilegio de recibir formación en fundamentos de psicología forense, incluyendo cursos con la Dra. Lilia Romero, no soy psicólogo forense ni pretendo ofrecer una lectura especializada desde esa ciencia. Mis reflexiones surgen desde mi experiencia clínica trabajando con adolescentes en procesos terapéuticos complejos, muchos de ellos marcados por actos impulsivos, defensa psíquica intensa, y dificultades para asumir responsabilidad emocional.

Desde el inicio del caso, se observa que la psicóloga forense tiene el encargo específico de evaluar la capacidad del adolescente para comprender la naturaleza y consecuencias de los actos que se le imputan. Es decir, su rol no es intervenir terapéuticamente, sino constatar si el menor tiene competencia mental para enfrentar el proceso legal. Sin embargo, a lo largo de sus interacciones, se percibe cómo ella se va involucrando emocionalmente, mostrando signos claros de contratransferencia: su asombro, su afectación visible al final, e incluso su expresión de alivio o tristeza cuando el adolescente finalmente logra conectar con la realidad de sus acciones.

Este fenómeno no es raro ni necesariamente patológico. Las ciencias humanas, como la psicología clínica y forense, no pueden despojarse del elemento relacional. Aun cuando el marco forense exige neutralidad y objetividad, el vínculo humano se filtra entre las rendijas del discurso técnico. En palabras de Irvin Yalom, todo encuentro terapéutico (y podríamos decir, también evaluativo) es un encuentro entre dos subjetividades. Por lo tanto, la aparente neutralidad del evaluador forense siempre está atravesada por su humanidad.

El dilema se agudiza cuando el adolescente, que durante la mayor parte de las sesiones niega haber cometido el crimen, finalmente acepta la realidad. Este cambio no ocurre por una confrontación legal, sino a través del proceso de diálogo con la psicóloga. Ella lo confronta con preguntas, lo acompaña emocionalmente, y poco a poco logra que él abandone la negación como mecanismo de defensa y tolere la angustia de reconocerse autor de un acto irreversible. En este punto, la función de evaluación se convierte, de facto, en una intervención psicoterapéutica.

El conflicto ético aquí radica en que, al provocar ese insight —aunque no intencionalmente—, la psicóloga también afecta el curso judicial. Su evaluación ya no es sólo una constatación de la capacidad actual del adolescente para enfrentar juicio, sino que se convierte en parte de la cadena causal que permite que él reconozca su culpa. Esto puede interpretarse, en el campo forense, como una influencia indebida o como una contaminación del proceso evaluativo.

Sin embargo, más allá de las reglas formales, este caso permite discutir una cuestión más profunda: la comprensión real que los adolescentes tienen de la magnitud de sus actos. El homicidio cometido ocurre en un contexto de rage, de desbordamiento emocional. El adolescente parece no haber meditado las consecuencias ni actuar con premeditación. Incluso después del acto, utiliza mecanismos defensivos infantiles como la negación o la disociación. Esta reacción es común en adolescentes que, aunque cognitivamente puedan explicar lo que es la muerte o la ilegalidad de un acto, emocionalmente no están preparados para tolerar las consecuencias internas de haber dañado a otro ser humano.

Ejemplos clínicos y sociales ilustran este fenómeno. Muchos adolescentes involucrados en “hit and run” (atropellar y huir) no son psicópatas ni fríos criminales; son jóvenes abrumados por el miedo, el shock, y la incapacidad de sostener el peso de lo ocurrido. De forma similar, cuando un joven rompe una ventana con una piedra y huye, no es porque no sepa que lo que hizo fue incorrecto, sino porque no tiene aún los recursos internos para enfrentar las consecuencias de su impulso. Incluso muchos adultos recurren a estos mecanismos de evasión, lo cual nos habla de la fragilidad de nuestra psique frente a lo irreversible.

El adolescente de la serie parece encarnar esta estructura defensiva: niega porque aceptar sería devastador. Es sólo cuando la psicóloga logra generar una alianza suficiente y un espacio emocional seguro que él puede tolerar esa verdad interna. Pero ahí es donde la línea profesional se vuelve difusa: ¿está evaluando o está tratando?

Este dilema no tiene una única respuesta. Algunos profesionales argumentarían que la psicóloga debió limitarse a la exploración cognitiva del caso, sin facilitar insight. Otros sostendrían que, si el proceso evaluativo genera un cambio positivo, eso también es parte del valor ético de nuestra profesión. Lo que es claro es que, en contextos forenses, el profesional debe ser especialmente cuidadoso en distinguir entre acompañar y transformar, entre evaluar y tratar.

En conclusión, el capítulo muestra cómo, incluso en entornos jurídicos, la psicología sigue siendo una ciencia del alma, del sufrimiento humano, y de las defensas psíquicas. La tarea del profesional, forense o clínico, no es despojarse de su humanidad, sino saber cómo gestionarla con integridad, claridad ética y compasión. Tal vez no haya dilema más humano que ese.

No hay comentarios:

Publicar un comentario