En el mundo de la psicología clínica, el diagnóstico cumple una función importante: permite comprender con mayor profundidad los procesos mentales y emocionales de las personas, establecer un lenguaje común entre profesionales, y trazar un plan de intervención que responda a las verdaderas necesidades del paciente. Sin embargo, cuando ese diagnóstico deja de ser una herramienta y comienza a vivirse como una identidad inamovible, puede convertirse en un obstáculo para el crecimiento. Cada vez es más común encontrar personas que, de manera explícita o sutil, comienzan a utilizar su diagnóstico como una justificación permanente para sus errores, reacciones desproporcionadas o dificultades en las relaciones interpersonales.
No se trata de negar la existencia de sufrimiento ni de desvalorizar lo que implica vivir con un trastorno mental o neurodivergencia. Quien ha atravesado un episodio maníaco, una crisis de ansiedad, una desconexión psicótica o un colapso sensorial sabe que hay realidades internas que exceden la voluntad. Sin embargo, también es cierto que no todo en la vida puede atribuirse al diagnóstico. Hay una línea delgada —pero esencial— entre comprenderse y escudarse. A veces, hay que saber separar las naranjas de las manzanas. La naranja representa aquello que no elegimos: la biología, los traumas, los patrones difíciles de regular. La manzana representa aquello que sí podemos trabajar: las decisiones, los límites, la responsabilidad emocional.
En consulta, escuchamos con frecuencia frases como “es que soy bipolar, por eso reaccioné así”, o “yo no puedo cambiar porque tengo trastorno límite”. En otros casos, el diagnóstico de espectro autista es utilizado para justificar un aislamiento total o una falta de empatía que no necesariamente se explica por la condición misma, sino por la falta de herramientas o de disposición para desarrollarlas. Incluso en casos más severos, como la esquizofrenia, donde hay delirios, alucinaciones y una desconexión profunda con la realidad, hemos visto a personas que logran mantener estabilidad, vínculos significativos y proyectos de vida con el tratamiento y apoyo adecuado.
Ser diagnosticado con un trastorno del espectro autista, por ejemplo, puede implicar una dificultad real en la interpretación de claves sociales, una sensibilidad sensorial elevada y una tendencia a la rigidez cognitiva. Pero eso no significa que cada reacción impulsiva o desconectada emocionalmente esté exenta de reflexión o posibilidad de aprendizaje. Tener un trastorno bipolar conlleva altibajos significativos en el estado de ánimo, que pueden nublar el juicio y alterar la percepción. Sin embargo, no toda conducta destructiva puede ser atribuida al ciclo del trastorno. Existe la posibilidad, y también la responsabilidad, de aprender a reconocer señales tempranas, establecer rutinas estables y aceptar ayuda cuando es necesario.
Lo mismo ocurre con la esquizofrenia. A pesar de su gravedad, muchos pacientes logran vivir con dignidad y sentido cuando se sienten acompañados, comprendidos y desafiados con respeto. El problema surge cuando la cultura —ya sea social, familiar o incluso terapéutica— refuerza la idea de que el diagnóstico es destino. Cuando se pierde de vista que hay aspectos del comportamiento que, aunque estén influenciados por una condición, no están determinados exclusivamente por ella.
En tiempos donde la salud mental se ha visibilizado más, también ha emergido un nuevo riesgo: romantizar el diagnóstico, convertirlo en una identidad fija, un escudo contra cualquier llamado a la responsabilidad. Pero madurar emocionalmente implica reconocer que uno puede tener más dificultades que otros sin por eso dejar de hacerse cargo. Que uno puede haber recibido una baraja complicada en la vida, pero aún así tiene la tarea de aprender a jugarla con dignidad y consciencia.
Por eso es necesario repensar la forma en que hablamos de los trastornos, tanto en espacios clínicos como en lo cotidiano. No basta con ofrecer contención y diagnóstico; hace falta también ofrecer dirección. La comprensión no debe excluir el compromiso. Escuchar con empatía no debe impedirnos señalar los lugares donde el paciente se esconde de sí mismo. Acompañar a alguien en su sufrimiento también implica ayudarlo a reconocer lo que sí puede cambiar, aunque sea un poco, aunque sea con dificultad.
El objetivo no es culpar, sino abrir posibilidades. Enseñar que una persona puede vivir con un diagnóstico sin convertirse en él. Que no está condenada a repetir patrones solo porque tiene un nombre clínico que los explica. Que la identidad profunda no es “ser bipolar” o “ser esquizofrénico” o “ser autista”, sino ser una persona que vive con eso, pero que también puede elegir cómo relacionarse con el mundo, consigo misma y con los demás.
Porque, al final del día, lo que define nuestra humanidad no es la ausencia de dificultades, sino la forma en que las enfrentamos. Y la psicología, bien entendida, no es la ciencia de justificar conductas, sino el arte de acompañar procesos de transformación. Por eso, separar las naranjas de las manzanas no es negar el diagnóstico. Es honrarlo sin rendirse a él.
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