viernes, 31 de enero de 2025

El Crepúsculo de los Valores

A lo largo de mi carrera he escuchado historias que revelan una verdad incómoda: la sociedad actual patologiza la firmeza, la integridad y los principios. Veo llegar a mi consulta personas que no encajan, que sienten que algo anda mal con ellas porque el mundo les dice que sus valores son obsoletos, que su forma de pensar es una resistencia innecesaria ante una cultura que se jacta de su relativismo. Pero la realidad es otra: no es que ellos estén mal, sino que vivimos en un tiempo donde los valores han sido socavados hasta el punto de convertirse en anomalías.

Nietzsche lo predijo con claridad. En su diagnóstico del hombre moderno, habló del nihilismo como una enfermedad inevitable tras la muerte de Dios, de cómo el vacío moral nos conduciría a la glorificación del conformismo y la mediocridad. Vemos hoy los frutos de esa predicción: una sociedad donde la autodisciplina es vista como opresión, donde la fuerza de carácter se tacha de toxicidad, y donde el esfuerzo se reemplaza por la demanda de validación externa. En este contexto, no es extraño que surjan voces que, desde distintas trincheras, intentan rescatar lo que se ha perdido.

Uno de esos personajes es Temach, quien, con su estilo directo y polémico, ha construido un discurso que irrita precisamente porque desafía la norma. Su mensaje de autodominio, responsabilidad y liderazgo masculino desentona en un mundo que ha enseñado a los hombres a sentirse culpables por existir. Muchos de los jóvenes que escucho en consulta no encajan porque se niegan a aceptar la versión domesticada de la masculinidad que se les impone: quieren aspirar a más, construir con solidez, pero se encuentran con un entorno que les dice que eso está mal, que deben diluirse en la comodidad de la inacción. ¿El resultado? Un estado de parálisis disfrazado de progresismo, donde cualquier intento de afirmación personal es visto como una amenaza.

Del otro lado está Buika, una mujer que no sigue las reglas del discurso prefabricado que la sociedad le ha impuesto. Como mujer negra, fácilmente podría haberse apropiado de la narrativa de la victimización, pero en lugar de eso, ha elegido un camino distinto: el de la autenticidad. Su mensaje no es de resentimiento ni de lucha contra enemigos imaginarios, sino de la construcción de una identidad sólida basada en la verdad personal y en principios firmes. No es casualidad que en un mundo donde la identidad se vuelve fluida al punto de perder todo significado, su mensaje sea una disonancia incómoda.

El problema es que estas voces, en lugar de ser escuchadas con apertura, son atacadas. No porque lo que digan sea inherentemente violento, sino porque exponen una fragilidad colectiva. La sociedad moderna ha construido un sistema de valores basado en la complacencia, donde cualquier idea que exija esfuerzo, disciplina o sacrificio es percibida como opresiva. Lo veo en consulta constantemente: personas que han sido etiquetadas con diagnósticos que no reflejan una patología real, sino el malestar de vivir en una cultura que castiga la excelencia y premia la vulnerabilidad excesiva. La depresión, la ansiedad y el vacío existencial de muchos de mis pacientes no provienen de una falla interna, sino de un entorno que les ha arrebatado las herramientas para construir sentido.

Nietzsche advertía sobre el último hombre, ese ser satisfecho con su mediocridad, temeroso de cualquier desafío, buscando placer sin propósito y evitando cualquier tipo de esfuerzo que lo saque de su zona de confort. Hoy, ese último hombre es la norma. Se le celebra, se le da poder, se le ofrece un mundo sin límites donde cualquier frustración es vista como una injusticia en lugar de un reto. Y quienes no encajan en ese molde son aislados, ridiculizados o, peor aún, diagnosticados con alguna forma de "inadaptación".

En este escenario, la resistencia es inevitable. No hablo de un regreso ingenuo a valores caducos ni de una nostalgia por un pasado que tuvo sus propios problemas, sino de la necesidad de forjar una nueva ética basada en la voluntad, en la reafirmación de principios sólidos y en el rechazo al nihilismo complaciente. El problema no es la modernidad en sí, sino el desmantelamiento del carácter que ha traído consigo. Y si bien voces como las de Temach o Buika pueden parecer distantes entre sí, ambas cumplen un rol esencial: recordarnos que aún es posible elegir el esfuerzo sobre la comodidad, la autenticidad sobre la aceptación masiva y la dignidad sobre la complacencia.

Cada vez que escucho en consulta a alguien que se siente alienado por no encajar en la cultura actual, lo que veo no es a un paciente con una patología, sino a un individuo en lucha contra la mediocridad impuesta. Y mi mensaje siempre es el mismo: no estás loco, no estás roto, simplemente el mundo ha cambiado de tal forma que ser íntegro se ha convertido en un acto de rebelión.

La pregunta es si nos rendimos ante la decadencia o nos atrevemos a resistir.


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